El procomún –demonizado por Hardin en su «Tragedia de los comunes»[1]– es una de las herramientas utilizadas para afrontar los cambios producidos por la globalización. Se puede ubicar dentro del debate ideológico en torno a la crisis de los antiguos modos de producción y la naturaleza de la revolución tecnológica. Desde hace décadas, el procomún aparece con las propuestas de investigadores que parecen llamados a establecer las bases de su corpus teórico. Dichos estudios analizan estos recursos comunes de origen natural –agua, atmósfera, semillas o genes- o social –lenguaje, software o patrimonio cultural-, cuya sostenibilidad depende, en buena medida, de las comunidades que los comparten. Su privatización o su agotamiento han desencadenado toda esta corriente jurídico-filosófica que se ha ido diversificando con los años.
El texto que nos ocupa es un ejemplo de esa vitalidad, si bien el acercamiento al procomún y las inquietudes por el museo de la autora se modelan en función de unos intereses coetáneos. El tema del procomún se ha convertido en uno de los ejes sobre los que giran los movimientos open y su reivindicación de la libertad, la comunidad, los límites en la regulación y el respeto al creador. Esto propicia que el libro oscile desde el museo como institución que almacena artefactos hacia el museo como aglutinador de comunidades sensibles a la persistencia de esos recursos comunes que son «patrimonio de la humanidad».
La obra ofrece una personal mirada en torno a las relaciones que se establecen entre ambos conceptos -museo y procomún-, siendo éstos matizados, realzados o confrontados desde distintos enfoques. Con una manifiesta capacidad de síntesis, la autora nos guía por los aspectos históricos, sociales, económicos, legales y filosóficos que, tradicionalmente, han delimitado los asuntos considerados aquí. El primer bloque avanza por la senda del procomún como concepto y como materia de estudio; mientras que, el segundo apartado se adentra en el proceloso relato de la formación del museo público y su desembocadura en los conflictos por la propiedad material de los artefactos culturales. Desde ahí enlaza con el patrimonio digital, pues una parte importante del mismo procede de la digitalización de estos ítems culturales. Precisamente esto le permite conectar con cuestiones tan trascendentes en este medio como la propiedad intelectual, el derecho de autor o las licencias abiertas. Todas ellas consideradas desde la perspectiva de las reglas de uso. En su parte final, expone algunas prácticas de museos que conectan con sus comunidades, aunque sin dejar de advertir que los ejemplos aportados son selectivos y para nada indican una tendencia general.
El resultado se puede sintetizar en una idea: el museo es inútil si no puede concebirse como un proyecto cultural colectivo. Sólo así esta institución del procomún se convierte en una fuerza con capacidad para transmutarnos en seres autónomos conscientes de sus propios valores y visiones del mundo. Es cierto que su configuración siempre dependerá de la interacción de fuerzas e intereses sociales diversos en un marco de conexiones inciertas. No obstante, el museo continúa reinventándose a la par que nos hace partícipes de esa experiencia. En su travesía singular se ha vuelto dialógico, logrando vincularnos a él de forma sutil y compleja.
Referencia bibliográfica completa: ¿De quién es ese Rembrandt? Reflexiones en torno a la singularidad del procomún y los museos, colección Museología y patrimonio, Gijón: Trea, 2015.
Mª. Luisa Bellido Gant
Universidad de Granada
[1] En 1968 Garrett Hardin escribió un artículo que planteaba uno de los dilemas clásicos de los comunes. Varios individuos, motivados por el enriquecimiento agotaban un recurso compartido finito, aun sabiendo que este hecho perjudicaba a toda la comunidad, incluidos ellos mismos.